En el viejo embarcadero del puerto de Buenaventura, bautizado pomposamente como La Rambla por alguien que seguramente conoció ese muelle en Barcelona, la música de fondo siempre fue cubana o puertorriqueña. Por este lugar, contiguo al Hotel Estación, marinos y turistas tomaban las lanchas con destino a los vapores fondeados en la bahía o buscaban las rutas de La Bocana, Islalba, Negritos, Punta Soldado, Juanchaco o Ladrilleros, las playas más cercanas a Buenaventura.
En los camarotes de los
navegantes venía la música caribeña que se prensaba en Nueva York con los
sellos Adria, Musicor, Panart, Vaya, Ansonia, RCA Víctor. Uno de estos LP, en
cuya carátula se veía la entrada triunfal del Benny Moré en La Habana, con
zapatos de dos tonos al aire y un gesto de exclamación, sirvió para ilustrar la
puerta del Shangay, uno de los bailaderos más rumbosos de La Pilota, la zona de
tolerancia del puerto.
Los marinos de la Flota
Mercante Grancolombiana, de la Lakes Line y la Grace, barcos estos últimos a
los que se llamó Santas porque tenían nombres consagrados al santoral,
descendían después de sus jornadas a bordo con aroma de Vetiver, gorritas a lo
Rolando Lasserie, zapatos blancos y leontinas de plata. Los esperaba la noche
de La Pilota y La Carretera.
En la primera hacían una
estación obligatoria cerca de Los Tanques, los grandes depósitos de agua que se
elevaban en los promontorios más altos de la isla, en el sitio de Próspero, un
jubilado de los Ferrocarriles Nacionales que ostentaba al fondo de su negocio
un poderoso traganíquel Wurlitzer que los marinos alimentaban con discos recién
bajados del barco. Ahí se bebía Cuba Libre, el piso era de madera y los
lustrabotas usaban cascos de naranja para limpiar los zapatos de los chombos,
como llamaban a los marinos afrocaribeños que hablaban en inglés y repartían
chicles Juicy Fruit entre la muchachada. Sobre ese piso lustrado con aserrín y
acpm se deslizaban las notas de Barbarito Diez, Mon Rivera, Celia Cruz, Daniel
Santos, Kito Vélez: “La plena que yo conozco no es de la China ni del Japón/
porque la plena viene de Ponce, viene del barrio de San Antón…”.
La Pilota se iluminaba en la
noche con las luces de bares donde sólo se rendía culto a la música caribeña:
Puerto Rico, Aurora, la Casa de Guillermo, Isla de Capri, Shangay y, sobre
todo, La Barata, donde debutó, siendo un niño, el célebre Watusi. Muchos de los
pasos que se ven hoy en la Salsa caleña fueron invento suyo. Mientras adentro
repicaba el boogaloo y los marinos bailaban sin camisa para atenuar el calor
senegalés de las noches, con vaqueros Lee y botas Florsheim, otros lo aplaudían
en la acera y le lanzaban tabletas de chicle y monedas de diez centavos.
Cuando este bailarín llega a
Cali en los años setenta y es llevado por José Pardo Llada y Vicente Gallego Blanco
para exhibiciones en el Aretama, los bailarines de Cali, del Honka Monka y Cabo
Rojeño, empezaron a imitar esa forma de bailar que ya incluía, mucho antes del
performance de Michael Jackson, aquel paso de cámara lenta en la luna, aquel
que retrocede y avanza como una locomotora afónica. Watusi fue maestro de
bailarines, sin duda, y al tiempo de su glorioso paso por los grilles con su
pareja María, vino la apoteosis de Carabalí y Esmeralda.
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La entrada Honka Monka en 1980 |
En los años setenta se bailaba
boogaloo, jala jala o salsa en una Cali más pequeña, con figuras reconocidas en
la noche: Félix Veintemillas, el Complicado de Avianca, Carlos Paz, Watusi,
Carabalí, y un bailarín venido del profundo Pacífico, de Barbacoas: Telembí
King o el Rey del Telembí.
Mucho antes de la puesta en
escena de la música folclórica del Pacífico adaptada para el baile urbano, una
creación que convirtió a Peregoyo en nuestro Ignacio Piñeiro –recuérdese el
papel fundacional de Piñeiro en la presentación del son como baile de salón–,
los conjuntos, sextetos y orquestas del Pacífico cultivaron siempre la música
cubana y puertorriqueña.
Así, La Tumbacasa, La
Tropibomba (en la cual cantaba Washington Cabezas), Julián y su Combo y La
Gigante del Pacífico, dirigida por Alí Garcés, padre de Tarry, uno de los primeros
saxofonistas del Grupo Niche, tenían referencias permanentes a la guaracha, y
luego a la pachanga. Julián Angulo encendió las navidades de comienzos de los
años setenta con su pachanga del Año Nuevo, en un LP donde aparecía con su
combo bajo los puentes de la Calle 26, en Bogotá.
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Petronio Alvarez |
En un programa de televisión
de Pacheco debutó también una orquesta de muchachos porteños que se hacían
llamar los Cuco’s Son Boys (Los muchachos hijos del Cuco), en realidad sobrinos
de Petronio Álvarez, el compositor de ‘Mi Buenaventura’. La melodía que servía
de obertura a sus presentaciones, como otro día para La Gigante, era 'El
guaguancó callejero', una canción que fue bandera para el cantante Toño
Sinisterra.
Pero el Pacífico había estado
ya en Cali mucho antes de la irrupción del Grupo Niche y de Guayacán, en los
años ochenta. La madrina del currulao, Mercedes Montaño, había sido invitada a
los primeros festivales de arte que organizó Fanny Mickey en compañía de
Esteban Cabezas, en los años sesenta. Esteban invitó a Leonor González Mina a
cantar aires emblemáticos del Pacífico, como ‘La mina’, ‘El rey del río’ y ‘Tío
Guachupecito’. Desde el puerto, a través de los Farallones, la brisa traía el
currulao que tocaba Petronio cuando viajaba en los trenes del Ferrocarril del
Pacífico, empresa para la que trabajó. En esos tránsitos entre Buenaventura, La
Cumbre y Cali nacieron canciones como ‘Linda porteña’ y ‘Mi Buenaventura’.
Al igual que ‘Papá Montero’,
muchas noches quemó Petronio con el fuego de su guitarra en esa Cali que seguía
con pasión un programa radial que premiaba al “Cantante de los cien barrios
caleños”. Cali conoció también en los cincuenta al tumaqueño Tito Cortés y a
Caballito Garcés, el intérprete de ‘La muy indigna’. Este último fue invitado
de honor a la boda de la beldad tumaqueña Stella Márquez Zawadski con el
millonario filipino Jorge Araneta. Caballito tocó para ellos en el Hotel
Alférez Real.
La llegada a Cali de los
músicos chocoanos Jairo Varela y Alexis Lozano a inicios de los años ochenta
definió para la ciudad el gusto musical y dancístico por los aires del
Pacífico, en matrimonio con la salsa moderna; inicialmente, melodías como
Buenaventura y Caney (Jairo Varela) y Cocorobé (Alexis Lozano) fueron una
respuesta a un “tempo” que se esperaba en la música de esta parte de Colombia.
Las frecuentes alusiones al
Chocó, al mercado del puerto, al pargo rojo, a las formas, usos y costumbres
del Litoral, encajaron en el gusto de una comunidad que ya para entonces era
multiétnica y pluricultural. Desde los tiempos del Combo Vacaná, una orquesta
que excluía en su nombre al Chocó
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PEREGOYO Y SU COMBO VACANA |
–Vacaná, según Peregoyo,
traducía Valle, Cauca y Nariño–, no se conocía aquí una música para bailar
donde mencionaran a personajes populares, donde se evocaran aromas y sabores
conocidos, pueblos ribereños, sitios de rumba no extinguidos en la memoria: El
Caney y El Bulevar en la carretera de Buenaventura, altares ahí de música
caribeña, como El Campín, Goyescas, El Paraíso y María Bonita.
A las primeras migraciones de
Buenaventura, Barbacoas y Tumaco a Cali, siguieron las de Quibdó, Timbiquí,
Puerto Merizalde, Cajambre, Yurumanguí, Guapí, Mulatos, Vigía, hasta convertir
a Cali en la capital natural del Pacífico, un papel histórico que otro día
cumplió Buenaventura.
Buena parte de las últimas
migraciones se asientan hoy en el Distrito de Aguablanca, donde uno de sus
barrios, conocido como la Colonia Nariñense, agrupa a centenares de nativos del
litoral, los mismos que comparten su gusto ancestral por los ritmos vernáculos,
como el currulao, el berejú, el abosao, la caderona, la jota y la contradanza
chocoanas, con la Salsa que se incubó en Nueva York y Puerto Rico.
Entre la cultura andina y la
caribeña, Cali mostró su africanía cuando decidió estar musicalmente al lado de
Cuba y Puerto Rico. Puedo recordar ahora un cartel que hizo fijar en las calles
de la ciudad el escritor Andrés Caicedo, allá al inicio de los años setenta,
cuando la orquesta de Ricardo Ray no regresó a las ferias anuales. Se quejaba
en esa denuncia de la música que hacían 'Los Graduados' y decía: “Porque no se
trata de sufrir me tocó a mí en esta vida sino de agúzate, que te están
velando… ¡Viva Puerto Rico libre! Ricardo Ray nos hace falta”.
Para los latinos afincados en Nueva
York, como para cubanos y puertorriqueños, resulta sorpresivo venir a Cali y
encontrar aquí, como bien lo anotaba la musicóloga canadiense Lise Waxer, “la
ciudad de la memoria musical”. Cada año se reúnen los coleccionistas para
rendir culto a toda la música que se prensó en vinilo; cuando la urbe
estadounidense y el Caribe han empezado a olvidar, Cali recuerda, tiene el
archivo de todo el sentimiento afroantillano, desde comienzos del Siglo XX.
Entre los años cincuenta y
sesenta, recuerdan los que guardan esos tesoros, “llovió música sagrada sobre
la ciudad”; rememoran sitios como Mis noches, Costeñita, Fantasio, donde la
vellonera (4) era acompañada por un timbalero empotrado en un altillo;
repicaban las baquetas sobre unos timbales que tenían como base un bombo
iluminado por un bombillo de cien bujías. Por ahí, bailarinas anteriores a
María y Esmeralda ensayaban los pasos de Meche Barba, de María Antonieta Pons,
de Tongolele, y los bailarines locales emulaban coreografías que incluían la
caída de la hoja y la tijereta, vistas algunas en las películas de Tin Tan,
Cantinflas y Resortes, este último, genio del danzón Almendra.
Los coleccionistas recuerdan
todavía los pasos de Cantinflas cuando bailó María Cristina me quiere gobernar
en el filme 'El bombero atómico (1950), o los pasos de Daniel Santos en 'El
ángel caído' (1948), con la actriz argentina Rosita Quintana, al son del Tíbiri
Tábara.
Hoy, nadie niega que Cali es
una amalgama de tambores, pianos frenéticos, congas que crepitan como si
avanzaran sobre fuego, marimbas, guasás y arrullos. Herencia africana.
2 comentarios:
F.A.M.A Capítulo melómanos Buenaventura
Difundiendo y fortaleza siendo nuestra cultura.
Mas que excelente,muy bien dateado el escritor
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